jueves, 8 de septiembre de 2011

18 de Julio

Publicado en El Barquito de Nuez el 18 de julio de 2011.
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Hace setenta y cinco años, unos cuantos (en representación de otros tantos, ocultos como de costumbre) le robaron sus armas a todo un pueblo y las voltearon en su contra. Nada nuevo. Hasta que recordamos que aquel pueblo no sólo no se agachó sino que alzó la voz y no se calló (ni cayó) ni al verse abandonado por todo y por todos, al contrario, continuó gritando entre aciertos y errores, defendiendo lo que con su sangre de todos los siglos se había ganado ya.
La muerte también tiene su talón de Aquiles, lo puede todo sólo si el olvido la acompaña. Para que el grito que ahora todos quieren ignorar no quepa en un diccionario biográfico, basta con que los que de la tragedia nacimos no olvidemos nunca nuestra extraordinaria suerte -que a ellos no acompañó, ni por su ausencia los amedrentó-, y que lejos de convertirla en motivo o justificación para la apatía, sea el aire que se necesita para expulsar cada palabra con fuerza, y así siempre irá por nuestra cuenta que, hasta que las leyes -y no sólo la Historia, que ya lo ha hecho- pongan a cada quien en su sitio, ninguna fecha como la de hoy tenga un sólo minuto de silencio en ningún lugar, todo lo contrario: el grito en el cielo, el grito en la tierra o allí en donde haga falta, hasta que por fin ya no haga falta más y, entonces sí, podamos dejarlos descansar.


“En 1936, el pueblo español tomó la palabra, por primera vez en la Historia. Instintivamente, atacó primero a la Iglesia y a los grandes propietarios, representantes de una antiquísima oposición. Quemando las iglesias y los conventos, matando a los sacerdotes, el pueblo designaba con toda claridad a su enemigo hereditario.
Del otro lado, del lado fascista, los crímenes eran cometidos por españoles más ricos y más cultivados. Eran cometidos -el ejemplo de Calanda puede extenderse a toda España- en mayor número, sin verdadera necesidad, con una frialdad mortal.
Eso me permite decir hoy con cierta serenidad que, en el fondo, el pueblo es más generoso. A nadie se le escapaban las razones que tenía para sublevarse. Si durante los primeros meses de la guerra me horrorizaron ciertos excesos cometidos en el lado republicano (nunca he intentado ocultarlos), muy pronto, a partir de noviembre de 1936, se instauró un orden legal y cesaron las ejecuciones sumarias. Por lo demás, nosotros hacíamos la guerra contra los rebeldes.
Toda mi vida me ha impresionado enormemente la famosa fotografía en que, ante la catedral de Santiago de Compostela, se ve a unos dignatarios eclesiásticos, revestidos con sus ornamentos sacerdotales, haciendo el saludo fascista junto a varios oficiales. Dios y la patria están allí codo con codo. No nos traían más que represión y sangre. (...)
Lo que me digo ahora, mecido por los sueños de mi inofensivo nihilismo, es que el mayor desahogo económico y la cultura más desarrollada que se encontraban al otro lado, en el lado franquista, hubieran debido limitar el horror. Pero no fue así. Por esta razón, a solas con mi dry-martini, dudo de las ventajas del dinero y de las ventajas de la cultura.”

- Luis Buñuel (Calanda, España 1900 -
Ciudad de México 1983), Mi Último Suspiro (1982).


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Juan C. Muñoz,
Ciudad de México,
lunes,
dieciocho de julio
de dos mil once.

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